Zrzrzrzrzr
¡Bip, bip! ¡Bip, bip! ¡Bip, bip!
Se apresura a parar el despertador para no despertarla. Son las seis y ella aun puede dormir un poco más. Mario se gira para observarla mientras duerme unos instantes, pero ella está dándole la espalda. Luego se incorpora, se sienta al borde de la cama y mira a su alrededor. Los primeros rayos de sol entran por las rendijas que deja la persiana rasgan sus ojos. La habitación es ridículamente pequeña. Apenas una cama y dos mesitas de noche entran a lo ancho, y los pies de la cama casi topan con el ropero. Empieza a notar un ligero zumbido.
Zrzrzr...
Finalmente se levanta y va al baño. Enciende la luz del mueble espejo. Es una luz tenue, fría, que ilumina casi sin querer. Los azulejos blancos y resquebrajados con dibujos florales de escaso gusto dan un aspecto aun más funesto. Mario se mira al espejo. Ve resignado como le cuelga la barriga y piensa que es probable que tenga más tetas que la modelo de lencería del H&M con la que se la casco ayer. Ya han pasado sus mejores años. Esos en los que cuando salía no dejaba piba sin su ración de flirteo. En los que incluso contó con algún sonado éxito. El mayor, esa mujer con la que ahora hace un par de años dormía junto a él, pero de la que cada semana lo hace un poco más separado. Era hora de ducharse. Ducha fría. Justo cuando terminaba de enjabonarse, a eso de la altura de las rodillas, adiós butano. El zumbido va en aumento y empieza a martillearle como un grifo mal cerrado.
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Ella ya está en la cocina. De pie junto a la encimera, calentándose las manos con la taza de café mientras mira perdida al suelo. Ni se inmuta cuando él entra en la habitación. Mario va a la cafetera. Está vacía. Su café era solo para uno. El silencio es absoluto. Solo se rompe al caer de la puerta de la nevera al suelo una de esas facturas que se apilaban solo sujetas por una de pizarra magnética que guarda las marcas de un antiguo “te quiero” ya borrado. Comienza a prepararse un café con un Ibuprofeno como solución inútil al zumbido. Al mismo tiempo que ella arranca a gritos un monólogo de reproches en contra de él, de las facturas, de su trabajo, su salario y su ineptitud para encontrar algo mejor, que apenas logra escuchar casi centrado más en el zumbido que le aturdía y en que ya conocía la retahíla. Lo que no esperaba era la bomba que ella soltaría en el umbral de la puerta ya abierta y con su bolso en la mano. “Estoy embarazada”. No era el momento. Nunca había sido el momento.
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En la calle el zumbido se mezclaba con la lluvia torrencial y el tráfico. Un paraguas de mercadillo roto dejaba empapar el traje. Mientras su autobús pasaba a su lado con la consecuente carrera tras él. Sin el más mínimo éxito y con el regalo de un par de charcos empapando sus zapatos, le tocaba llegar tarde. Minutos extras que debería duplicar en la oficina. El señor Agustín Yuste, orondo director que acaba de divorciarse y ser desplumado por juguetear con jovencitas, cronometra las entradas, salidas y descansos.
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La mesa de la oficina. La mesa del cubículo. No más de un metro y medio cuadrado atestado de papeles y con paredes de “Pladur” que apenas dejan espacio para la mesa, la silla y la papelera. Con un ordenador de manivela de los que tienen una de esas pantallas profundas de IBM. La oficina huele a sudor, a café rancio, a tinta y a los ceniceros que se apagaron hace años. Ese olor está incrustado en las paredes. Conocéis la película de Joe contra el volcán, esa oficina sería un paraíso para Mario.
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El zumbido empieza a ser insoportable. Mario comienza a traspapelar documentos. No encuentra su material. El sudor, causado por las lámparas pegadas a su cogote, empieza a correrle por la frente. Las montañas de hojas llenas de trabajos con números vacíos no bajan. Y se acerca un globo a punto de reventar, vestido con traje negro y mocasines a juego, sin calcetines, que encierran el hedor de unos pies rechonchos.
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El señor Yuste se acercaba con un discursito en la boca. Alaridos y sugerencias sobre la fragilidad de su puesto de trabajo que el zumbido le impedía escuchar. Solo salvado por los cinco minutos para echar un pitillo que se balancea como un flan en su mano.
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La lluvia parece que hace rato que paró. Mario solo oye un murmullo del tráfico bajo el zumbido. Solo el tráfico y UN GRITO. Una mujer al otro lado de la acera. En la carretera una niña. Un coche
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Corre. La alcanza. La agarra. La suspende en sus brazos a salvo. El coche pasó. Y el silencio se hizo en su cabeza. Un silencio absoluto encerraba la cabeza de Mario.
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El zumbido acabó. Ella inocente, alegre y con vida comenzó a reír.
Él volvió.
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